martes, 30 de abril de 2013

PRECIOS Y VALORES

He dedicado las últimas horas de mi vida a tratar de comprender, por mi mismo y mediante la confrontación con los otros, el alcance de la siguiente noticia: "Alfredo Sáez, consejero delegado del Santander, indultado de una condena de inhabilitación, se acoge a la baja voluntaria accediendo a unos derechos pasivos de 88 millones de euros".

Bien. En primer lugar, la cuestión se fundamentaba en el hecho de que fuese o no legal la percepción de semejantes cantidades. Et voilá; me he visto atrapado en la insondable maraña de la legalidad, basándose en la cual, lo pactado en un contrato va a misa, sí o sí. Llegados a este punto suelo levar anclas y zarpar hacia lugares de aguas más claras, menos turbias, lejos de los lodazales de lo que es, porque alguien lo ha plasmado así en contraste de negro sobre blanco, como si fuera un dogma de fe transmitido desde un cielo desconocido. "Las cláusulas estipuladas en los contratos han de respetarse tal cual para preservar el principio de legalidad de los acuerdos entre partes", me argumentaban, añadiendo: "las cantidades, desorbitadas o no, reflejan el valor de un individuo a quien, de no pagarle esos emonumentos, se lo puede llevar la competencia", finalizaba.

Llegados a este punto, le planteé la cuestión de la modificación de los códigos en tanto que los poderes legislativos no son eternos, a pesar de que se eternicen y, además, traté de hacerle entender que lo legal es tan efímero como las circunstancias obliguen a los legisladores en busca y captura de sus pasaportes para la permanencia; los votos.

 Por otro lado, sentí la tentación de asumir que había perdido 5 años de mi vida estudiando, con auténtico placer, el mayor número de vericuetos posibles de la economía. Según mi interlocutor, el precio se fija, casi sin ponerse colorado, en función de la voluntad de las partes o, en el mejor de los casos, en función de una estimación a tanto alzado; es decir, un precio en base a porque yo lo valgo, vaya.

Lo cierto es que es un mecanismo de fijación de precios tan válida como otro cualquiera pero tan alejada de la realidad como las cifras manejadas por quienes las hacen realidad. Resulta todavía más curioso si entendemos que, quienes defienden emonumentos de este calibre, defienden la libertad de mercado para el manejo de las relaciones económicas entre particulares; mercado que entiende como mecanismo de fijación de precio la ley de oferta y demanda, herramienta tan técnica como alejada del principio del porque yo lo valgo.

El mercado en el que una manzana presenta un precio de 88 millones sería rechazable; si una silla fuese etiquetada con un precio semejante se vaciaría de contenido; si un factor de producción exigiese un coste similar, sería un factor fuera de mercado, todo muy ajustado a la ortodoxia más rancia. Cómo comprender, pues, que un ser humano, cualificado, de aplicación indirecta en la estructura de costes de una empresa pueda alcanzar un coste de 88 millones de euros y sea aplaudido y un factor de producción de influencia directa en el proceso productivo alcance un coste de 20 días por año trabajado y sea un lastre para el funcionamiento del sistema.

Sencillo. La economía es una ciencia que funciona de modo cuasi perfecto cuando se le aplica a los demás; cuando es de aplicación a los colectivos no decisores; cuando ha de ser soportada por colectivos sin margen de maniobra; en definitiva; cuando se cumple aquella máxima de nuestro refranero popular de que "quien parte y reparte se lleva la mejor parte".




lunes, 29 de abril de 2013

PACIENCIA EN DOSIS DE GENÉRICO

         Un lunes al sol de finales de Mayo es lo propio para un español de comienzos del siglo XXI. Más allá de los evocadores recuerdos a buen cine español, actividad de la que se podía disfrutar cuando uno podía disfrutar, es una realidad costumbrista en un país en el que el tiempo libre es el que más ocupamos en pensar cómo deshacernos de él.
         Entre ideas desesperadas, rocambolescas, sin sentido, nos devanamos los sesos tratando de dar esquinazo a ese duende que nos mantiene las neveras vacías, mientras nos flagelamos vilmente con las noticias que invaden todos los rincones de este mundo llenándola de diagnósticos de una enfermedad que parece nadie puede o no quiere curar.
          Estamos enfermos, sí. Somos como señoritos que hemos decidido disponer de un servicio doméstico que nos solucionara los problemas de la vida diaria y, tras sufrir un bucle que nos ha condenado de modo casi irreversible, ese mismo servicio nos tiene ahora a sus pies controlándonos la dieta, la cartera, nuestros vicios y, por si fuera poco, nuestro tiempo libre. Hemos alcanzado un punto en el que el servicio se fija su salario, sus vacaciones, sus disponibilidades y, encima, nos determina que hemos de ganar nosotros, a qué hora hemos de levantarnos. Incluso, se da el caso de que nos vemos obligados a pasar sin comer para poder pagarles sus derechos laborales.
         Ese fenómeno de esclavitud, abuso, coacción del sirviente se ha conseguido sin la intervención de ningún sindicato de clase pero con su connivencia, acabándose por convertir todos en una clase, sindical o no.
         Estamos enfermos, sí. Somos un grupo formado por millones de pacientes que estamos bajo el yugo de algo más de cientos de miles. Somos un grupo de millones que entregamos millones a esos cientos de miles y todo a cambio de unas vagas promesas de que llegará el día en el que podamos recuperar una copia de las llaves que abren las cerraduras de nuestras vidas, pero, jamás el original. Y, todo eso, lo vamos soportando con recetas low cost como la siempre infalible paciencia; eso sí, en los tiempos que corren, paciencia en cápsulas de genérico